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18 de junio de 2012

Solidaridad


                                                                Si no hubiera ovejas 
                                                                no habría pastores



     La llamada “crisis económica” ha puesto al descubierto el flanco débil de un estado, el español, que, con sus luces y sombras, considerábamos la más perfecta fórmula de convivencia democrática que nos pudimos dar va a hacer cuatro décadas. La extrema gravedad de la situación actual pone de manifiesto el fracaso en la forma de conducirnos como conjunto social.
   Saludamos entonces el nuevo régimen, jubilosos e ilusionados por estrenar una autogestión en libertad que solo conocíamos de oídas y dimos un amplio margen de maniobra a los se ofrecieron como más capacitados para definir una nueva guía social libre de imposiciones personales. Entendimos que circunstancias como preservar la paz obligaban a elaborar a prisa y corriendo un compromiso, suficiente para comenzar, pero susceptible de ser perfeccionado con posterioridad adaptándolo a las expectativas de un grupo humano que derrochaba generosidad pero reclamaba soberanía. Pero no ha sido así; con el tiempo, lejos ya de aventuras militares, con el viento económico a favor y, por qué no decirlo, con la indolencia mediática y social, el elenco mesiánico que elaboró la Carta Magna olvidó cimentarla liberándola de los puntales provisionales y ...¡claro!, ahora aparecen signos de agotamiento estructural que amenazan la ruina total del país. Es ahora cuando los hechos muestran nítidamente que nuestra Constitución se diseñó a imagen y semejanza de un sector social, el político, que habiendo asegurado su exclusivo acceso, estancia y permanencia en la dirección del país, olvidó la provisionalidad de la Ley instalándose en la comodidad de su status quo.
   Aquel sector social se ha convertido en una casta endogámica, autoprotegida y utópica que ha proliferado de forma exponencial obligando al Estado a hipertrofiarse, impregnando innecesariamente servicios sociales o implantando entidades de dudosa funcionalidad para potenciar y preservar sus privilegios. Y es esta artificiosa sobredimensión estatal la que, para subsistir, no solo ha necesitado la práctica totalidad de nuestros recursos actuales, sino que, vendiéndonos a los mercados especuladores, ha hipotecado los de la generación venidera, y, lo más grave, no está dispuesta a renunciar a sus prebendas hurtándole al ciudadano de a pié, si es preciso, el aire que respira. Pero, lo que más indigna es la desfachatez de culpar a la sociedad —¡dicen que “hemos” vivido por encima de nuestras posibilidades!— de esta situación de pobreza y de insolvencia que amenaza la paralización del país. No es extraño, pues, que la indignación larvada comenzara a manifestarse en opiniones y movimientos que aspiraban a reconstituir el Estado, empezando por expulsar del mismo a esa casta política —“No nos representan”, decían— sustituyéndola por otra de mejores aptitudes y desprovista de actitudes despreciables.
    Sin embargo, en cierta forma tienen razón: El origen del problema no son los políticos sino la misma sociedad —nosotros— que, conformista con sus dictados, cómplice de sus desmanes y carente de calidad para dirigir su destino, apoya y tolera a esta casta privilegiada. A su sombra, muchos ciudadanos sin escrúpulos han venido demostrando explícitamente que, en esta España nuestra, las bondades de la especulación, la mediocridad, el escaqueo, el oportunismo, la mentira..., prevalecen frente a la equidad, el compromiso, el esfuerzo, la preparación, el respeto... como valores que garantizan el bienestar común, mientras otros hemos mirado para otro lado o hecho dejación de nuestros derechos no poniendo pié en pared como si el asunto nos fuera ajeno. Es la sociedad, pues, la que ha permitido, cuando no disculpado o defendido vehementemente con argumentos espurios, las atrocidades infringidas a su propia hacienda.
     Es este sometimiento de la sociedad, necio o interesado, el que ha propiciado no solo el despojo de sus bienes materiales sino que ha permitido a los políticos la incautación de sus sagrados valores de su cohesión como país, impregnando de ideología su forma de ser, destruyendo la urdiembre más recóndita de su tejido, distorsionando los pilares básicos de su esencia igualitaria y justa. Es su permanente manipulación maniquea la que se empeña en mantener el omnipresente sentimiento disgregador y cainita en las nueva generaciones que, como la nuestra, desconocen la solidaridad como piedra clave para construir la convivencia y el progreso y, en consecuencia, carecen del principio sobre el que debiera asentarse un nuevo orden colectivo.
  Es ese estúpido sectarismo el que hace fracasar sistemáticamente cualquier iniciativa que procure una España mejor.




1 comentario:

  1. ¿Crees, Luis, que el único poder establecido es el político? ¿Crees que la sociedad española pujante o tranquila por una buena jubilación o un "colchón" que, creen, les asegura una digna vida a ellos y a sus hijos no es un poder político corrupto, miope e insolidario?
    ¡Cuantas personas han ocupado el puesto de trabajo que, quizás, otros merecerían por el poder económico o el prestigio de sus padres? ¿Cuántos viven de la jubilación y del "colchón" de ellos?
    No, amigo, no sólo es el poder político lo que está corrupto es la esencia de la democracia: los ciudadanos de clase media, que con sus votaciones y forma de enfrentar la vida quieren seguir preservando una seguridad que, a todas luces, es inviable. Es la miopía y la vanidad lo que hace que no vean el peligro y nos aboquen (les aboquen) a la quiebra. Es la estupidez en estad puro y consolidado.
    Me indigno como los indignados; pero sobre todo me avergüenzo.

    Julis

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